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Tiempos de Miakoda Vol. I: Coyotes Negros

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Del Prólogo de la Obra:

En realidad cuando me lo preguntó no se me ocurría una respuesta, al menos no una buena. En pocos momentos, instantes apenas, me había dado cuenta de lo errada que había estado mi percepción de la realidad y que quizás lo había estado a lo largo de toda mi vida – a pesar de lo instruida, liberada, independiente, e ‘ilustrada’ que me había creído. Sí, había llegado hasta allí, ¿pero para qué? ¿Por qué? ¿Por curiosidad? ¿Orgullo? ¿Arrogancia? No estaba del todo segura pero ahí estaba, recubierta de picaduras ardientes y dolorosas y frente a ese hombre de raza, edad, nacionalidad, e incluso acento que no acababa de situar. Él era como tantas cosas a la vez, pero ninguna concreta. Era un hombre extraño eso sí, raro, pero no tanto en el sentido de peculiar sino de exótico, y ante todo era extraño porque despertaba en mí emociones contradictorias; por una parte me desconcertaba mucho porque no le lograba encajar, leer, ubicar.

  - Shodai Sennin J. A. Overton-Guerra







De la Obra:

“¿Pero el cortejo es algo lindo, no?” “Si estuviéramos hablando de animales en época de celo pues sí, sería cierto. Y ese es el problema. Durante el ‘cortejo’, como lo llamas, los hombres procuran dar muestras de ser todo lo que no son, sino solamente lo que imaginan que las mujeres quieren que sean para conseguir satisfacer impulsos primarios que ellos mismos no acaban de entender, y cuando toda la farsa se ha consumado y el hombre ha saciado ese apetito que tan fácilmente confunde por amor, y la mujer se ha despertado de la fantasía que estableció en su cabeza, en su imaginación, de pronto entra la realidad para los dos. El hombre, saciados sus instintos de depredador – porque el cortejo es ante todo una caza – y su impulso sexual, busca nueva presa; y la mujer, desilusionada, se entrega a las canciones de abandono amoroso y al tiempo vuelve a ponerse su pintura y armamento de guerra – maquillaje, uñas artificiales, sostenes especiales que levanten y separen, fajas que contornen y moldeen, tacones para resaltar las pantorrillas, adornos para captar la atención visual a lugares anatómicos selectos – a tender su quiosco, y a untarse de sus mejunjes odoríferas de flores exóticas y caras, para tentar nuevas abejas. Y el proceso se repite. Me refiero a la ilusión que desilusiona. Yo no me presto a eso. Una mujer madura debería saber lo que quiere en un hombre, y el hombre que lo es, lo es siempre y en todo lo que hace, no porque compre chocolates o flores o abra puertas. Yo no ‘pretendo’, hago; no cortejo, conquisto lo que es mío. O la mujer me reconoce como el hombre al que se quiera entregar, y no me refiero a sexualmente, o al menos no solamente sexualmente sino que en esencia, o no lo hace. No estoy tan desesperado.” “¿Y la competencia?” “No tengo competencia. Soy una edición exclusiva, clásica. O te gusta, o no”, dijo con la cara seria pero sus ojos mostraban una sonrisa burlona, pícara. Me faltaba el aliento. Era el hombre más imperioso, más altivo, más confiado que había conocido, y eso me cautivaba, me embelesaba, me seducía; ni siquiera vi el precipicio: “¿Cuándo se dejaron de hacer hombres como Usted?”, pregunté atontada, el sonido de mis palabras me llegaban de segundas a los oídos después de haber sido dichas. “Pues quizás cuando se dejaron de hacer hombres, punto”, dijo con una naturalidad como el que habla del tiempo aburrido del mismo.

  - Shodai Sennin J. A. Overton-Guerra